
Y llegamos al cine donde se nos obliga a frenar y a bajarnos de la vida.
En La doncella del agua, Masakazu Kaneko construye una obra delicada y sensorial, un film donde la narración de un cuento ancestral termina desdibujando las fronteras entre mito y realidad.
La película avanza con el sosiego de un río lento, permitiendo que el espectador se sumerja sin prisas en un universo donde las palabras, los silencios y la naturaleza hablan con igual intensidad.
Kaneko firma una obra contemplativa, pausada y diseñada para ser disfrutada a fuego lento. No busca el impacto ni la sorpresa estridente: invita a la inmersión emocional y estética, a dejarse llevar por un ritmo que respira armonía y misterio.
El apartado visual es uno de los grandes triunfos del film. Los paisajes —bosques húmedos, cursos de agua cristalina, aldeas e instrumentos bañados por una tenue luz— funcionan como un personaje más, embelleciendo la historia y dándole una profundidad emocional que se siente orgánica.
Muchas veces, cada plano parece una estampa ilustrada de un cuento tradicional.
Las interpretaciones están cuidadas con mimo y gran sensibilidad. Los actores transmiten la mezcla de inocencia, responsabilidad y carga emocional propia de las historias que beben del folclore japonés.
Sus gestos, miradas y silencios sostienen el tono entre lo mágico y lo terrenal.
Fiel a la esencia del cine japonés de corte mitológico, la trama es arrolladora en su sencillez y en la forma en que las responsabilidades heroicas recaen sobre personajes comunes, obligados a decidir entre el deber, la tradición y el deseo personal.
La doncella del agua es una obra delicada, bella y profundamente evocadora. Un cuento filmado que se queda flotando en la memoria.
Recomendable para aquellos que quieran relentizar la respiración de un mundo tan vibrante y quieran disfrutar de los sonidos del bosque y el folklore tradicional.