
La increíble historia real de Chris Lemons (Finn Cole), un buzo profesional que, tras un extraño accidente, queda atrapado en el fondo del Mar del Norte. Con tan solo 10 minutos de oxígeno de emergencia y a más de media hora de cualquier esperanza de rescate, esta es la lucha imposible de un hombre por sobrevivir a 90 metros de profundidad. Mientras tanto, en la superficie, sus compañeros Duncan (Woody Harrelson) y Dave (Simu Liu) lucharán contra una feroz tormenta y harán todo lo posible por rescatarlo con vida.
Resulta fascinante enfrentarse a una obra como Last Breah, no solo por la intensidad de su narrativa, sino también por el diálogo que establece con su propia génesis documental. La película parte de una historia real —tan increíble que roza lo inverosímil— y se nutre directamente del documental que su director, Alex Parkinson, realizó previamente.
En este caso, más que una adaptación, se trata de una reinterpretación cinematográfica de su propio material, ahora con mayor presupuesto, un reparto de lujo y un tratamiento formal que multiplica el impacto emocional.
El documental original, rodado en espacios controlados como tanques y acuarios, buscaba recrear una situación límite. Su valor residía en la veracidad del testimonio y en la crudeza de los hechos narrados, pero estaba condicionado por la puesta en escena.
En cambio, la película logra trasladar al espectador al corazón del océano, con una fisicidad mucho más potente. Parkinson no se limita a reproducir lo ya contado, sino que utiliza el cine de ficción para sumergirnos en una experiencia sensorial, donde la claustrofobia y la tensión se viven en carne propia.

El reparto eleva la historia y el relato a un nivel de mayor envergadura, y los cuatro protagonistas ofrecen actuaciones contenidas, tensas y viscerales, capaces de transmitir la sensación de encierro y desesperación que marca toda la trama.
Mención aparte merece Woody Harrelson, un actor que desde hace décadas domina la frontera entre la excentricidad y la vulnerabilidad. Aquí se convierte en el guía emocional del espectador, modulando una montaña rusa de emociones que termina estallando en angustia pura, y cuando él llora, tranquis que todos lloraremos.
Uno de los grandes aciertos del film es su diseño sonoro. Los ruidos del equipo de buceo, los ecos acuáticos y el silencio opresivo del fondo marino crean un espacio auditivo envolvente que refuerza la atmósfera asfixiante.
La experiencia se completa con la partitura de Paul Leonard-Morgan, que combina acordes estridentes y tensos con pasajes emotivos. La música funciona como una extensión del propio océano: a ratos implacable, a ratos profundamente humana.

El relato plantea una reflexión que va más allá de la anécdota real: cuando la ciencia no ofrece respuestas, ¿qué nos queda? La película juega con esa tensión entre el conocimiento racional y la necesidad de aferrarse a la creencia, como única forma de sobrellevar lo incomprensible. Es allí donde la historia adquiere una dimensión casi metafísica, que potencia el impacto emocional en el espectador.
Lo más interesante de Last Breah es su condición híbrida: documental y película se retroalimentan, hasta el punto de ser casi inseparables. Parkinson toma lo que en su documental era testimonio y lo convierte en un thriller psicológico y sensorial, sin perder nunca de vista la raíz real del relato.
En un panorama donde abundan las “adaptaciones de hechos reales”, pocas veces se ve una obra que se cuestione a sí misma de manera tan honesta, y que consiga hacer del acto de volver a contar lo mismo, una experiencia igual de intensa, o incluso más, que la original.